lunes, 3 de mayo de 2010

Unidad 1: LA FE: Un método de conocimiento que compromete a la razón

Imaginemos que digo: «Pero, no está Anna?». Y Carlo me responde: «La he visto ahí detrás». Yo no la veo porque soy bajo y estoy sentado, pero digo: «Está bien, está», y la marco en la lista. ¿Es razonable actuar así? Sí, porque es justo que me fíe de Carlo. Imaginemos ahora que no fuese Carlo y se tratase de un enemigo que me ha incendiado la casa, me ha robado el dinero, ha hablado mal de mí y no puede verme, no puede soportarme... Si viene y me dice que Anna está, todavía dudo más de que esté, no puedo fiarme. Tengo razones para fiarme de Carlo; pero no las tengo para fiarme de ése. El fiarse provoca un conocimiento mediado, un conocimiento que se alcanza por una mediación, por medio de un testigo.

Conocimiento directo y conocimiento indirecto
¿Cómo llegas a entender que algo corresponde a las exigencias de tu corazón? ¿Cómo llegas a comprenderlo? Comparándolo; lo comparas con tu corazón. ¿Cómo realizas esta comparación? ¿Qué clase de acto es? Es un juicio: uno reconoce que ese algo corresponde a su corazón, que le corresponde. Lo reconoce, se trata de un reconocimiento. “Esto es una piedra”: es un reconocimiento que técnicamente se llama juicio, se produce como juicio, tiene forma de juicio.
«Anna no está»; pero Carlo viene y me dice: «No, mira, yo la he visto allí al fondo». «¡Ah, listo! -respondo-, entonces la marco». Esta certeza nace como la anterior, nace también de un reconocimiento. Reconozco que lo que me dice es verdad; es un reconocimiento.
¿Cómo se llama el proceso por el cual uno sabe que existe algo por­que se lo dice otro?
Supongamos que Nadia y yo somos compañeros de colegio. Un día se termina el colegio, yo me voy por mi camino y ella se va por el suyo. No nos volvemos a ver; pasan años y años. Un domingo por la tarde, tengo que tomar en el aeropuerto de Roma un avión para ir a Buenos Aires y subo al avión que llega desde Beirut. Subo al avión y me la encuentro al lado. «¡Nadia! ¡Vaya, Nadia! ¿Pero qué haces aquí? ¡El mundo es un pañuelo! ¿De dónde vienes?». «Vengo de Beirut». «¿De Beirut? ¿Y qué es de tu vida?». «Trabajo en una compa­ñía de seguros». «¿Y vives sola?». «No, tengo familia. Tengo seis hijos». «Pero, ¡cuántas cosas haces! ¿Y cómo están tus hijos?» «¡Fenomenal!». «¿Quieres un cigarrillo?». En un determinado momen­to dice: «¿Te acuerdas de Carlo?». «¡Ah!, el tipo más divertido de nues­tro grupo, el que más hablaba y hacía bromas a los profesores. Sí, aquel loco, ¡quién sabe qué habrá sido de él! Hace veinte años que no lo veo». «Pues fíjate, la última vez que estuve en San Paulo -el avión hacía escala en San Paulo antes de llegar a Buenos Aires- salgo del aeropuerto para buscar un taxi y allí estaba también él, Carlo, esperando un taxi». «¿Qué ha sido de él? ¿Ha sentado la cabeza?». «Sí, sí, ha montado una gran empresa, ha sentado la cabeza; ninguno de nosotros lo habría ima­ginado. Se ha hecho muy rico, tiene negocios por todo el mundo. Además, desde que nos encontramos, nos vemos muy a menudo porque nos ponemos de acuerdo, buscamos conexiones de vuelo; tomo este vuelo en vez de otro para poder verlo». El avión aterriza en San Paulo y me despido de ella. Nadia se queda en San Paulo y yo sigo a Buenos Aires. Bajo en Buenos Aires y, ¿a quién me encuentro allí? (No es una improvisación, se trata de una persona a quien de vez en cuando me encontraba.) Me encuentro a otro compañero que se llama Guido y que vende en toda Europa tabaco del Paraná, argentino y brasileño. También a él le iba bien, muy bien, era la época en la que el tabaco tenía mucho éxito.
Me encuentro con él y le digo: «Hola Guido. Oye, ¿te acuerdas de Carlo?». «¡Hombre, que si me acuerdo!». «¡Pues figúrate, se ha casa­do, ha fundado una gran empresa, tiene negocios por todo el mundo... y se ha convertido en un pez gordo! Y además está muy bien, ha sentado cabeza». «Me alegro», dice Guido, «yo habría jura­do que perdería la cabeza del todo, esa cabeza loca que tenía. Me ale­gro. Pero, ¿dónde podría encontrarlo?». «Va siempre a San Paulo. Allí tiene su centro de actividad para Sudamérica. Intenta buscarlo en la guía de San Paulo».
Yo le hablo a Guido de Carlo, a quien no veo desde hace veinte años. Le cuento lo que me ha dicho Nadia como si lo hubiera visto. ¿Me siguen? Como si hubiera visto a Carlo, como si hubiese seguido su vida con detalle.


Yo soy A, Nadia es B. Al entrar en relación con Nadia, que se sienta junto a mí en el avión, oigo hablar de Carlo (C). Más tarde, al encontrar­me con Guido (D), le digo lo que Nadia me ha contado como si yo lo hubiera visto. Yo veo a Nadia, la oigo hablar, la conozco bien, sé si puedo fiarme o no de ella, me fío, sé que debo fiarme. No me habla sin ton ni son, me cuenta todos los detalles, además ha sido compañera mía... pero a Carlo no lo veo desde hace veinte años, y yo le hablo a Guido de Carlo como si lo hubiera visto ayer, como si yo lo hubiera seguido durante esos veinte años, cuando ha sido Nadia quien lo ha seguido durante todo ese tiempo. ¿Me entendienden? Esta es una relación racional, razonable, indirecta.
Hay una palabra para nombrar un factor que lleva al conocimiento de algo a través de sí: no directamente, sino a través de él. ¿Cuál es? Testigo. Yo sé de Carlo a través del testimonio de un testigo. Son dos modalidades distintas: el reconocimiento entre A y B, al ser directo, es como una evidencia, una evidencia ante mis ojos, ante mi conciencia. Entre A y C el conocimiento de C se apoya por entero en B.
Conocimiento directo y conocimiento indirecto: el primero se llama también «experiencia directa», y el segundo es una «experiencia indirecta», pues se conoce la cosa a través de un intermediario que se llama testigo.

Conocimiento por fe
¿Cómo se llama este segundo tipo de conocimiento? Fe. Se llama fe. Lo que A llega a saber de C, de una manera tan segura que se lo dice también a D, lo sabe a través de B, a través de un testigo. Es un conoci­miento indirecto llamado conocimiento por fe: el conocimiento de un objeto o de una realidad a través del testimonio, de un testimonio dado por un testigo.
Está claro hasta aquí? Una cosa es que vea yo, pero ¿cómo puedo estar igualmente seguro de lo que me dice Nadia? Si tengo razones ade­cuadas para fiarme de ella. Si tengo razones adecuadas para fiarme de Nadia y no me fío, cometo un acto no razonable, es decir, que va contra mí mismo. Si tengo razones adecuadas para fiarme de Nadia, es razona­ble que me fíe de ella. Por eso, si hay razones adecuadas para fiarme de ella, es justo que, en consecuencia, acepte y reconozca lo que Nadia dice, porque si no tengo razones para desconfiar de Nadia y desconfío, actúo contra la razón.
Se llama fe, conocimiento por fe, al reconocimiento de la realidad a través del testimonio que da una persona, llamada por eso justa­mente testigo. Se trata, pues, de personas, es un problema que se da sólo entre personas. Es un conocimiento de la realidad que se produce a través de la mediación de una persona fiable, en la que puedo con­fiar de manera adecuada. Yo no veo la cosa, veo sólo al amigo que me dice aquella cosa, y ese amigo es una persona fiable; por eso lo que él ha visto es como si lo hubiese visto yo. ¿Han entendido esta frase? Lo que él ha visto es como si lo hubiese visto yo. Dado que me puedo fiar de él, que sé que me puedo fiar, lo que él ha visto es como si lo hubiese visto yo. Por consiguiente la fe, en primer lugar, no es sólo aplicable a temas religiosos, sino que es una forma natural de conocimiento. Una forma natural de conocimiento indirecto, ¡pero conocimiento!
El hecho de ser un conocimiento indirecto deja intacto el pro­blema de la certeza. Si es un conocimiento indirecto, pero yo me puedo fiar verdaderamente, entonces estoy seguro de ello. Como cuando mi madre me dijo una vez, al volver a casa: ¿Sabes lo que ha pasado en el cruce con la calle Garibaldi? Un chico iba en moto como un loco, y por el otro lado llegaba otro también en moto; han chocado y los dos han muerto». Yo, como conocía a uno de ellos, lo sentí mucho, comí corriendo, volví al colegio y les dije a los alumnos: «Tengan cuidado cuando vayan en moto, porque acaba de matarse un amigo mío». Yo no había visto nada, me lo dijo mi madre. No tenía ningún motivo para dudar de ello y sí todos los motivos para afirmarlo, así que fui a decírselo a mis alumnos como si lo hubiera visto yo.
La fe es, por tanto, un método natural de conocimiento, un método de conocimiento indirecto, es decir, un conocimiento que se produce a través de la mediación de un testigo. Por eso se llama también conoci­miento por testimonio. No se trata necesariamente de cuestiones reli­giosas; estoy hablando del conocimiento que sirve para pesar la fruta o para dividir el kilómetro en mil metros, de la razón que se aplica a las matemáticas, a la física... a todo, de la misma razón. La razón utiliza muchos métodos; para conocer una cosa que está aquí, me hace venir hacia aquí, para conocer una cosa que está allí, me hace ir hacia allí... es decir, cambia de camino, cambia de sistema; pero conozco con certeza que allí hay una columna y conozco con certeza que aquí está una queri­dísima amiga.
La razón es algo vivo que, por eso mismo, tiene su propio método, tiene un modo propio, desarrolla un dinamismo característico para conocer cada objeto. Tiene también un dinamismo para conocer cosas que no ve directamente o que no puede ver directamente; las puede conocer a través del testimonio de otros; es el conocimiento indirecto por mediación.

Un método fundamental para la cultura y la historia
Perdonad, ¿es más importante la evidencia o este conocimiento mediado por el testimonio? Eliminen el conocimiento por mediación y tendrían que eliminar toda la cultura humana, toda, porque toda la cul­tura humana se basa en el hecho de que unos empiezan a partir de lo que otros han descubierto y así avanzan. Si no se pudiese actuar así, razonablemente, el máximo exponente de la razón, la cultura, no podría existir.
Si no existiese este método, no sabríamos cómo movernos; mejor, uno sabría cómo moverse, ¡pero en un metro cuadrado! Por el contrario, con este tipo de conocimiento podemos movernos en el mundo entero.
La cultura, la historia y la convivencia humana se fundan en este tipo de conocimiento que se llama fe, conocimiento por fe, conocimiento indirecto, conocimiento de una realidad a través de la mediación de un testigo.

Pregunta: No he entendido por qué también la convivencia humana se funda en el cono­cimiento por fe.
Rta.: Perdona, ¿cómo puedes fiarte, cuando vas a comprar el pan, de que no le hayan puesto veneno, si no es por el hecho de que miles de perso­nas han ido siempre allí? Es la suma de la fiabilidad que te producen todas esas personas lo que te hace ir allí tranquilamente. Si yo te viese con la cesta de la compra a un paso de la panadería, te encontrase allí temblando y te dijera: «Amiga mía, ¿qué estás haciendo?». «Tengo que ir a comprar el pan». «¡Pues entra!». «¿Y.. si le ponen veneno?». Yo diría: «Espera, voy a llamar al manicomio».

Una premisa decisiva
¿Por qué les he dicho esto? Porque todo aquello que penetraremos con la mirada y profundizaremos con el afecto, todo aquello sobre lo que vamos a construir, está definido por la palabra fe, es el campo de la fe, es decir, la realidad mirada y tentativamente vivida en la fe. Aquello de lo que vamos a hablar tiene que ver con la fe. Pero nuestra fe, la fe sobre la que va a desarrollarse todo nuestro trabajo tiene el mismo sistema que el que he comentado: el conocimiento de una realidad por mediación. Una realidad que no ves y que conoces a través de la mediación. Pero la palabra fe no se aplica ni se usa sólo para este campo. La palabra fe indica un método que la razón vive y utiliza, por naturaleza, a lo largo de toda su vida.
Nosotros vamos a usar y desarrollar la palabra fe en un sentido parti­cular, al nivel más importante entre todos los niveles importantes de la vida: el nivel más alto de la vida, el que concierne al destino.
Si yo los engañara les estaría tendiendo una trampa, iría contra vues­tro destino; pero si hablo para ayudarlos, es para ayudarlos a caminar hacia vuestro destino. Lo que interesa en el diálogo entre nosotros es tu destino y el mío, y el del otro y el del otro... El destino, ¿quién lo ve? ¿Quién lo ha visto? ¿Quién ha sacado el paraguas porque llovía y, cami­nando por la acera con la gabardina nueva, blanca, de esas que sientan bien, encuentra en un punto determinado, después de treinta y cuatro pasos, el destino? ¡No lo puede encontrar! No puedes ver el destino. El destino por su naturaleza es Misterio.

¿Se puede decir que el método de la fe es el que más exalta la razón?
¡Perfecto! En ningún caso se pone en juego tan a fondo la razón, de un modo tan vivo y poderoso, como en el caso de la fe, como en el méto­do de la fe.
¿Por qué? Porque A, para fiarse de B, debe comprometer toda su persona: no sólo una parte de su cabeza, como, por ejemplo, cuando se razona con las matemáticas. En este caso, en cambio, están implicados todos los engranajes de la cabeza y sus conexiones con el cuerpo y el alma: es mi yo quien confía en Nadia, soy yo. Y cuando digo “yo”, quie­ro decir razón, ojos, corazón, todo.
Por eso la observación de nuestra amiga es muy oportuna; ella dice que nunca se exalta tanto la razón como en este caso. ¡Seguro! No se deja a un lado la razón, se la exalta. La razón se conecta estrechamente con toda la realidad orgánica del yo. Tanto es así que si el yo fuese mal­vado, por ejemplo, le costaría mucho más fiarse y conocería muchas menos cosas. Si se tratase de un yo patológico, le costaría fiarse, no lograría fiarse y conocería muchas menos cosas.
Es un proceso en el que se requiere que todo el organismo del yo colabore; es el yo «comprometido con». Este gesto, que permite a la razón conocer porque se fía de otro, implica una razón más completa, una razón en conexión con todos los demás aspectos de la personali­dad. Si yo te digo: «¿Sabes?, ¡he visto una cosa preciosa!», y a ti te duele la panza y estás ahí retorciéndote, dirás: «Sí, sí, sí...», pero des­pués no te volverás a acordar de lo que te he dicho, porque te duele demasiado la panza para prestar atención a lo que te digo; no estás atento y por eso no entiendes. Para entender no tendrías que tener dolor de tripa, tendrías que encontrarte en una situación personal más ordenada, en un orden más natural, pues así estarías más clara y tier­namente implicada con los demás factores.
En el colegio desafiaba a los alumnos citando el proverbio: «Fiarse es bueno, desconfiar es mejor» o “Piensa mal, y acertarás”. No hay ningún proverbio más estúpido que éste. Miren, si en una clase hay un profesor o una profesora agudos, inteligentes, real­mente inteligentes, comprenden enseguida de qué se trata, comprenden enseguida y saben dar más fácilmente un juicio adecuado sobre tal o cual alumno.
A quien "se tiene" más a sí mismo, a quien mejor se conoce, a quien más se posee, es decir, tiene su yo más orgánicamente unido, a quien es más uno, a la persona en la que todo está en su lugar, le cuesta mucho menos saber si fiarse o no del otro. Quien, por el contrario, tiene una patología, no se fía jamás de nadie, no logra fiarse de nada, se separa de la vida. Los casos pueden tener miles de graduaciones, miles de grados de gravedad, pero en todos sucede lo mismo: se cortan los lazos con la vida.
En el método de la fe la razón se compromete de un modo mucho , más rico y poderoso que en todos los demás métodos de conocimiento porque los demás modos son parciales, se refieren a un determinado objeto: un hombre que lo sepa todo sobre la mosca y escriba un tomo de 1.500 páginas describiendo todas las posibles variedades de mosca, que sea Premio Nobel de la ciencia, pero no entienda una palabra acer­ca de su mujer, y sus hijos le odien porque los trata mal, es un pobre hombre, no un Premio Nobel, porque su mujer y sus hijos necesitan que tenga una razón naturalmente completa y en paz; él es muy sabio en un segmento de la realidad, en un fragmento de la realidad que, entre otras cosas, es muy pequeño: la mosca, el fenómeno de la mosca. Lo sabe todo sobre este tema; pero no sabe nada de su destino ni de la situación de los demás. Es un pobre desgraciado, aun siendo Premio Nobel.
Como aquel profesor de Química del que siempre hablo, que hace muchos años, en una discusión entre profesores universitarios, entró a bocajarro diciendo: «Mirá, si yo no tuviera la Química me mataría». Tenía mujer e hijos. Más inhumano que esto no hay nada. No puede ser razonable, y, sin embargo, era un gran químico.
Mi madre no era una gran química, no estudió Química, pero ¡cómo trataba a mi padre en cada detalle! ¡Cómo nos trataba a nosotros sus hijos...! ¡Dios mío, cómo me gustaría ser así! Era una mujer inteligente para todo lo que ocurría en casa; y era una mujer inteligente por cómo hablaba de lo que leía en los periódicos.
He puesto como premisa lo más decisivo. Vamos a hablar de algo que es objeto de fe: hablar de Cristo, del alma, del destino, del Misterio, es hablar de la fe. El contenido de todo lo que vamos a decir no se ve, y, sin embargo, se puede conocer a través de un testimonio, por medio de testigos.
Por eso, lo que haremos juntos en esta hora de lección o de discusión se apoyará por entero en la razón con su dinamismo característico llama­do fe, se apoyará completamente sobre la razón en cuanto que es capaz de fe, pues la fe es la capacidad suprema de la razón. Suprema, porque sin ella no existiría lo humano: no existiría la historia, no existiría la cultura, no existiría la convivencia, y por eso tampoco existiría el cono­cimiento del destino.
¿Me he explicado? Hemos hablado de ello porque vamos a hablar a este nivel. En primer lugar, hablaremos de la fe tal como se usa corrien­temente, es decir, como reconocimiento de un contenido invisible de la realidad (la realidad en su aspecto invisible); y, en segundo lugar, de cómo a través de la razón se alcanza este contenido con un método característico que se llama método de fe, conocimiento a través del testimonio.
Si vuelven a leer “El Sentido Religioso”, encontrarán esta observación capital en la tercera premisa: cuanto más moral es uno, más capaz es de fiarse, y cuanto menos moral es, menos capaz de fiarse; porque la inmoralidad es como una esquizofrenia o una disociación psíquica. Tanto es así que los más inseguros son los jóvenes, quienes en un momento determinado -puesto que es necesario en la vida tener certeza- admiten como certeza su propio antojo, se fijan en lo que es más fácil como camino para tener certeza, en lo que parece más fácil; y lo que no se ve parece que no existe. Y puesto que lo que existe es lábil, efímero, todo es nada. En el fondo ésta es la filosofía de todo el mundo hoy.

Invitación a la oración
Por eso termino diciendo que no podemos ponernos a discutir de estas cosas sin que en nuestro corazón, algo del corazón, rece, pida la luz, el afecto y la sinceridad al misterio del Ser, la sencillez de decir sí a lo que es verdadero y de decir no a lo que no lo es.
Es necesario pedir a Dios que lleguemos a ser verdaderamente morales, para poder decir sí a lo que es positivo y decir no a lo que es negativo. Hace falta pedir a Dios, porque el hombre es malvado, y, por serlo, dice que no incluso a la evidencia. Si a un niño caprichoso le pones delante un vaso y le dices: «¿Verdad que es un vaso? Carlitos, decí que es un vaso. ¿Es un vaso?». «¡No!». «¿No es un vaso?». Dice que no porque es caprichoso. Esta es la postura que adoptan los hombres ante el significado de la vida, La palabra "destino" indica el significado de la vida. De hecho, la palabra griega equivalente indica el significado último, el destino como significado.
He intentado, al menos, aclarar las cosas y llamar al pan, pan, y al vino, vino. Sabéis de lo que queremos hablar, a través de qué instrumento racional hablaremos de ello y quién soy yo: un testigo, un mediador, como el resto de sus compañeros mayores. Se trata del destino; si esto que no se ve constituye el destino y el significado de la vida, no llegar nunca significaría arruinar la vida. No se puede construir si no es sobre roca, sobre lo que es cierto. Sin certeza no se construye nada. Sí, se puede construir el pequeño acto cotidiano, pero sin la osadía de reconocer en otro fenómeno, en otra acción una presencia amiga a quien poder decir: «Estamos juntos: ¡Avancemos más! ¡Subamos esta montaña! ¡Caminemos más hacia el fondo!». Y uno que no tiene certeza, y que por esto no construye nada, se queda allí tembloroso sobre sus dos piernas hasta que -temblando, temblando, temblando- cae en tierra y muere. Muere. ¡Hombre, les deseo que sea lo más tarde posible!, pero muere; y que sea tarde o temprano, no importa mucho.

Retomando algunos pensamientos
No hay nadie a nuestro alrededor que acepte reunirse y estar en silencio un momento a la semana. La semana es el metro, la medida fun­damental de la expresión del hombre. ¿Cuál es la expresión del hombre?
El trabajo. El trabajo es la expresión del hombre en cuanto representa la relación activa que se establece entre el yo –yo que vivo, imagino, pienso, siento, y obro según lo que pienso y siento- y la realidad. Mediante el trabajo el hombre usa la realidad, usa el tiempo y el espacio y crea su vida. Será juzgado por lo que haya creado. Durante la semana --que es la medida fundamental del trabajo, es decir, de la expresividad de la perso­na-, no hay un minuto dedicado a pensar en el propio destino, en aque­Ilo por lo que se trabaja y, por tanto, se vive; «se vive» en el sentido más concreto del término, es decir, se sufre, se goza, se usan las cosas y se crea lo que se considera más justo, más bello. Resumiendo: la palabra destino domina la vida, como el rostro domina la figura de una perso­na, ¡y no hay nadie que piense en ello! La prueba más grande de que el destino, por el contrario, nos apremia -pensar en el destino, reflexionar sobre el destino de nuestra existencia- está en el hecho de que nos reu­nimos aquí el sábado. Lo que está en juego en el modo en que nos trata­mos y os tratáis, es decir, el contenido de este camino, con sus argumen­tos y sus actitudes, es el temor y temblor ante el destino, es el deseo del destino y la espera de un destino gozoso.
Si vieses a alguien correr por la calle y lo notaras enajenado, confuso, y lo parases diciéndole: «¿Qué haces? ¿Qué buscas? ¿Adónde vas?» y él respondiese: «¡No lo se!». «¡Pero si vas corriendo!». «Corro». «¿Y por qué te das la vuelta y cambias de sentido?». «Me doy la vuelta...», sería de locos. Si uno hablara así en serio, significaría que no está en sus cabales. Sería de locos; es de locos vivir sin pensar en el propio destino. En el caso de los animales no sería de locos porque no son capaces de ello; pero para el animal hombre es de locos. Sin razón... la razón del vivir es el destino.
Ya les he contado el episodio de aquel profesor que en una discusión dijo: «Si no tuviese la Química me mataría». Era un poco trágico, demostraba su limitación de manera algo trágica; pero es cierto que cuando estudiaba la Química, cuando se dedicaba a la Química, se sen­tía aliviado. Uno de los motivos por los que no debería haber desempleo es que el hombre desempleado es un pobre desgraciado; no ya por el dinero, sino psicológicamente. Era justo que aquel profesor de Química se sintiera más cordial con la existencia cuando estudiaba la Química, pues la Química forma parte de sus preceptos, y buscaba con todo el corazón los preceptos de Dios, porque el aspecto químico de la realidad es parte del designio de Dios y buscar con pasión sus leyes es algo bello. En este sentido cualquier trabajo real es algo bello.
«Dichoso el que es fiel a sus preceptos y lo busca de todo corazón» pero es diferente decir «sus preceptos» a «lo busca de todo corazón». A Dios, al Misterio del que estamos hechos, se le encuentra dentro del j designio de las cosas; si se es fiel a su designio, ahí dentro se encuentra algo distinto.

2. El dinamismo de la fe
¿Se acuerdan de qué hablamos la última vez? Del método y de la fe. ¿En qué sentido método? Método quiere decir «modo de hacer algo». La fe es un modo de conocimiento.
¿Quién conoce? Mi razón. Se llama «razón» a esa energía caracterís­tica del hombre mediante la cual el hombre conoce. Pues bien, la fe es un método -un modo- de la razón, un modo de conocimiento de la razón o, dicho de una manera más breve, un método de conocimiento. ¿Qué método de conocimiento es? Es un método de conocimiento indi­recto. ¿Por qué es indirecto? Porque está mediado, filtrado, puesto que la razón se apoya en un testigo; no ve directamente, inmediatamente el objeto, sino que viene a saber del objeto a través de un testigo.
Y decíamos que este método es el más importante de todos los méto­dos de la razón, mucho más que la evidencia, que se basa en los sentidos, y mucho más que la ciencia, que se basa en el análisis y la dialéctica. Los demás métodos de la razón utilizan únicamente una parte del hombre; este método, sin embargo, el método de la fe, compromete al hombre por entero. ¿Por qué? Porque hace falta fiarse de un testigo.
Para fiarse adecuada y razonablemente de alguien es necesario poner en juego toda la lealtad de la propia persona, es necesario aplicar nuestra agudeza de observación, es necesaria una determinada dialéctica, es necesaria la sinceridad del corazón, es necesario que el amor a la verdad sea más fuerte que la antipatía que, por ejemplo, pueda surgir, es nece­sario un amor a la verdad. Para ello tiene que comprometerse toda la persona, mientras que para hacer una instalación eléctrica en una habita­ción no es necesario que estén implicados todos los factores de la perso­na. Por eso la fe es un método de conocimiento que compromete, en su acontecer, a la totalidad de la persona y resulta ser el método más digno, más valioso. De hecho, si no fuera por el uso de este método no podría existir la convivencia humana, no podría haber desarrollo de la convi­vencia como existencia social, ni en una sociedad pequeña como la fami­lia ni en la sociedad en su conjunto.
¿Cuál es el método de conocimiento habitual? La convivencia se apoya por entero en el método de la fe. ¿Qué ocurriría si no nos fiáramos los unos de los otros? De hecho, donde faltan estas cosas, donde ya no resultan naturales, la gente se pasea navaja o pistola en mano, y nadie puede fiarse de nada. Por lo tanto, la convivencia humana, la cultura (la cultura es el desa­rrollo del conocimiento, y tú desarrollas el conocimiento si, fiándote de los descubrimientos que te dan quienes te preceden, añades tu propio descubrimiento, de forma que quien viene tras de ti, fiándose de lo que tú le das, añada a su vez su propio descubrimiento), la sociedad (la exis­tencia de la sociedad), la historia (la continuidad de la sociedad, la socie­dad que camina), la convivencia y la historia, la cultura, se basan todas en este método: el método de la fe.
¿Qué les ha sorprendido más la última vez? El oír hablar de fe sin que Dios, ni la Virgen, ni los santos tuvieran que ver con ello, y que se hablara de la fe como un aspecto de la razón, como el aspecto más importante del uso de la razón. ¿Por qué el más importante? Porque sobre ella se fundan la convivencia, la historia y la cultura; pero, sobre todo porque este método supone poner en juego la totalidad de la persona.

La credibilidad del testigo
Todo esto deberían ya saberlo al haber estudiado escuela de Comunidad, cuyo primer volumen decía también cuándo puede uno fiarse razonablemente de otro. Porque es posible fiarse de otro irracionalmente como sucede de forma habitual: muchos son rea­cios y rebeldes ante las cosas más justas y, sin embargo, están dispuestos a dejarse arrastrar y engañar, con una confianza necia en quienes los guían, en los periodistas, en la televisión.
¿Cuándo puede fiarse uno verdaderamente del testigo? El único pro­blema verdadero es éste: ¿Cuándo se puede fiar uno del testigo? Porque si la fe es conocimiento a través de un testigo, y el testigo te engaña... El texto de Escuela de Comunidad pone un ejemplo humorístico. Supongamos que Teresa, persona muy dialéctica y razonable, está dán­dose una vuelta por la calle, llena de problemas relacionados con su casa o con sus amigos, y no se da cuenta de que viene hacia ella un hombre con un sombrero de ala ancha, sin lo del medio, únicamente con el ala, un ala más grande de lo normal, con barba tan sólo en mitad de la cara, que lleva una gran capa llena de agujeros, con zapatos de los que salen los dedos de los pies, y mientras se acerca a ella le para y le dice: «¡Señorita!». «¿Qué quiere?» (cree que es un pobre que busca limosna y se echa la mano al bolsillo). Pero el otro dice: «No, no. ¿Sabe lo que ha pasado». «N0, ¿qué ha pasado». «Han matado al presidente de Estados Unidos». Ella, que aunque no le interesa mucho la política pero hasta ahí llega, contesta: «¡Qué horror!», porque piensa, justamente, que, cuando pasan estas cosas, es que la sociedad no va bien y que puede pasar de todo. Entonces le dice: «Le agradezco que me haya dado esta noticia». «Hasta luego». «Hasta luego». Ella continúa por su camino pensando: «¡Dios mío! ¡Han matado al presidente...! ¿Quién habrá sido? ¿Habrá sido uno de Haití, de Santo Domingo, Bin Laden, de derechas, de izquierdas? ¿Qué pasará ahora? El Embajador de los Estados Unidos en el país -figura muy importante para la política-, ¿será del partido de los que lo han matado o será de la oposición? El que lo ha matado, ¿tendrá simpatía por la Iglesia, mantendrá las relaciones diplomáticas con la Santa Sede o no?». Una persona inteligente como ella se haría todas estas preguntas; sin embargo, se equivoca. ¿Por qué se equivoca? Porque se ha fiado de aquel siniestro individuo, de aquel pobre individuo, de aquel evidente loco, a quien ha visto por primera vez en la calle y que le dice algo sin pies ni cabeza. De hecho, si va corriendo a comprar el periódico del día la noticia no estará.
Esto equivale a decir que se puede tener confianza de un modo que no es razonable o, por el contrario, de un modo razonable, de manera inadecuada o de manera adecuada. ¿Cuándo es correcto fiarse de una persona? Cuando aquella persona sabe realmente lo que dice y no pre­tende engañar. Son dos categorías tan viejas como toda la filosofía esco­lástica, pero son de sentido común: yo me puedo fiar si estoy seguro de que el individuo en cuestión sabe lo que dice y no pretende engañarme.
El problema es cómo alcanzar esta certeza. Si hubiesen estudiado la Escuela de Comunidad, se acordaríais de la tercera premisa, la que habla de la moralidad. “Si uno es moral alcanza la certeza, si uno no es moral no alcanza nunca la certeza, o bien la alcanza de una manera no razona­ble, se fía de quien no debe fiarse.”
Desde un punto de vista racional está claro que uno, si alcanza la cer­teza de que una persona sabe lo que dice y no quiere engañarle, enton­ces, lógicamente, debe fiarse, porque si no se fía va contra sí mismo, va contra el juicio que ha formulado, según el cual aquella persona sabe lo que dice y no pretende engañar. La confianza es un problema de cohe­rencia, de coherencia con una evidencia de la razón, una evidencia alcan­zada directamente o a través de un testigo, de una manera inmediata o como consecuencia de la convivencia. Por ejemplo: subes al tren -nunca sabes con quién puedes encontrarte en el tren-, hay tres personas en el compartimento y tú estás allí callado, atento a tu cartera y callado. Pronto se empieza a hablar y comprendes que se trata de tres buenas personas, de tres personas llanas y buenas, entonces te fías y dices: «Me voy un momento», y dejas allí tu monedero con el dinero. Y en efecto, cuando vuelves, lo encuentras allí... ¡quizá porque no ha habido ninguna parada!

P. Luigi Giussani, “¿Se puede vivir así?”

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